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miércoles, 2 de septiembre de 2015

LEE GRATIS LAS PRIMERAS PÁGINAS DE "CUENTAS PENDIENTES"

 


Vuelve el otoño, vuelve Santana. Como todavía faltan unas semanas para el 21 de septiembre, día de publicación de la novela, he pensado en invitaros a leer las primeras páginas de "Cuentas pendientes" (Alrevés Editorial, 2015). 
Si os preocupa no haber leído las novelas anteriores de la serie, despreocupaos, podéis leer perfectamente "Cuentas pendientes" aunque siempre es mejor leer las anteriores, "Curvas peligrosas" (Odisea Editorial, 2010) y "Contra las cuerdas" (Alrevés Editorial, 2012) y a poder ser en orden.
Si os gusta lo que leéis, reservad vuestro ejemplar, difundid, recomendad.
Esta entrada estará a vuestra disposición por tiempo limitado, concretamente hasta el domingo 20.
Los menos asiduos a las redes sociales quizás no sepáis que en el blog Con el alma prendida a los libros sortean tres ejemplares de "Cuentas pendientes".
Tenéis tiempo de participar hasta el 9 de septiembre en este enlace: http://labibliotecademontse.blogspot.com.es/2015/08/sorteo-cuentas-pendientes-de-susana.HTML

Empieza la aventura. Sed bienvenidos.

SINOPSIS:
La vida de la subinspectora Rebeca Santana quizá no difiera tanto de la de cualquiera de nosotros. De vez en cuando surgen problemas con la pareja y algunas amistades y, cómo no, tiene algunos conflictos laborales. Pero Santana, que se crió en el popular barrio del Carmelo, en Barcelona, tiene un pasado doloroso que no puede —y no quiere— olvidar y que se ha cobrado un alto precio en la relación con sus padres y entorno más próximo. Mientras Santana y su compañera Miriam Vázquez intentan desmantelar una red de tráfico de menores, que a la postre reabrirá antiguos casos que se creían ya cerrados, los demonios del pasado y del presente perturbarán sus vidas. Por si fuera poco, un asesino que consiguió huir de Santana tiempo atrás parece haber regresado a Barcelona, y su madre, recién salida de la cárcel, es secuestrada. Entretanto, su pareja, Malena, lleva un caso muy delicado y con trasfondos personales en su nueva condición de fiscal. En esta tercera entrega de la serie de la subinspectora Santana, tras Curvas peligrosas (Odisea Editorial 2010) y Contra las cuerdas (Editorial Alrevés 2012), los amantes de esta policía que monta una Harley-Davidson disfrutarán no solo de un nuevo caso, o deberíamos decir casos, sino también de una Santana más humana que nos abrirá las puertas a su pasado y a su relación con Malena, el verdadero amor de su vida. Y es que la subinspectora Santana es, con cada novela, un personaje cada vez más esencial para entender la novela negra española, y Susana Hernández no es una promesa emergente, sino un valor indiscutible dentro del género negro de este país.

Para  Josep  Forment,  que  creyó  en  mí y  en  Rebeca  Santana
 
Alea  iacta  est
(La  suerte  está  echada)
 
Viajaré hasta el fin de la noche
derribando todas las fronteras
bajo un cielo azul de terciopelo
soñaré que ya no tengo miedo.
"Agujeros negros", La habitación roja.
 
Intro: Fuego purificador

Mañana de San Juan
La ciudad amaneció envuelta en una ola de calor sin precedentes, aliñada con una humedad relativa del aire cercana al ochenta por ciento que hacía casi imposible respirar. Pol se asomó a la ventana de su habitación. Allí no encontró un gramo de aire puro. Había fantaseado a menudo con la idea de arrojarse al vacío y aterrizar sobre el césped meticulosamente recortado. Pero no era suficiente. No bastaba con una muerte corriente y, hasta por qué no decirlo, vulgar. Merecía un castigo mucho más cruel, a la altura de su terrible pecado. Consultó a través del móvil su cuenta de Twitter y la de Facebook. Sus amigos comentaban la verbena. ¿Lo echarían de menos cuando ya no estuviera? Para él, el camino terminaba con diecisiete años y dos meses. Habría sido interesante poder asistir a su propio entierro, escuchar los comentarios a escondidas. Janira lloraría su ausencia. Sintió un pinchazo en el pecho al pensar en ella, y algo lejanamente parecido al arrepentimiento. No, no podía echarse atrás. Apagó el móvil. Se puso una camiseta limpia, su camiseta de la suerte, y se preparó un zumo de naranja. Su madre insistía machaconamente en que el desayuno era la comida más crucial, ya que proveía de la energía necesaria para afrontar el día. Desde luego iba a necesitar una buena dosis de energía para suicidarse, o al menos de determinación, algo que a Pol no le sobraba habitualmente. Estaba acostumbrado a dejarse llevar. Por una vez, tomaría las riendas, aunque fuese para dar el portazo  definitivo. 
Se tomó el zumo despacio, saboreando el punto justo de acidez. Se le hacía extraño pensar que sería el último zumo de naranja que tomaría en su vida. Probablemente, la cosa no era para tanto. Hay una primera vez para todo, y también una última. Enjuagó el vaso y lo colocó en el lavavajillas. Echó un último vistazo a su casa y bajó al trastero. Salió al exterior con un bidón de gasolina en la mano y un mechero en la otra. Hacía un día precioso. La calle estaba casi desierta. A lo lejos, pasados los contenedores de la esquina, un hombre paseaba a su perro. Los petardos sobrantes de la verbena estallaban sin ganas. Pol desenroscó el tapón y vertió el contenido del bidón por todo su cuerpo. Encendió el Zippo. La llama bailó en el aire húmedo y cargado apenas un instante eterno. Muy despacio, como a cámara lenta y con una extraña sonrisa en los labios, acercó la llama a su cuerpo. En cuestión de segundos, ardía como una antorcha humana, bamboleándose por el pasaje Bonavista entre alaridos desgarradores.
 
 
1
Un asunto feo

Seis meses después... Nochevieja
La llamada se produjo justo cuando el encargado de la vigilancia estaba a punto de cerrar el sótano con llave, como hacía cada vez que entraba y salía. El timbre del teléfono lo descentró.
—Hola, tío. Feliz año.
Cerró la puerta sin echar la llave y se alejó. Su voz juvenil se diluyó en el tramo de escaleras que conducía a la planta baja del chalet.
Guille no podía creer su suerte.
Esperó casi un minuto, por si caía en la cuenta de su olvido y volvía. Kike seguía en la cama, tumbado bocabajo.
—Eh, oye. —Lo zarandeó—. Que no ha cerrado con llave. Podemos salir. Vamos, venga. No hagas ruido.
Kike era algo más alto que él y bastante más robusto. Al principio pensó que su fortaleza física sería sinónimo de valentía, pero pronto se dio cuenta de que no existía la menor relación entre las dos cosas. Kike no hacía más que llorar y arrebujarse en la cama. Levantó un lado de la cara. Las lágrimas empapaban su mejilla y el cuello.
—Venga, vámonos. —Tiró de él—. Deprisa.
—Nos cogerán —contestó, sin moverse de la cama.
—Yo me voy. ¿Vienes o qué?
Kike titubeó. Miró angustiado hacia la puerta entreabierta y de nuevo las lágrimas rodaron por su cara redonda y pecosa. Se secó con el brazo, avergonzado. Puso los pies en el suelo con cuidado y poca estabilidad. Guille lo agarró del chándal de la Selección con su nombre escrito en la espalda, se puso un dedo en los labios y avanzaron hacia la puerta andando de puntillas. Dos voces masculinas llegaban amortiguadas por el estruendo festivo de los fuegos artificiales. Las voces provenían de la estancia inferior. El vigilante no estaba con ellos. Prestó atención a este detalle. Debían estar muy atentos, evitar hacer ruido y correr muy rápido.
Eran sus únicas opciones.
Subieron, con sumo cuidado, agarrados de la mano. Kike temblaba como una hoja. Guille se volvió y trató de sonreír para tranquilizarlo. Enfilaron el último tramo de escaleras. Los dos hombres estaban de espalda a ellos, contemplando los fuegos artificiales, cerveza en mano. En el último escalón, Kike estornudó. Guille se quedó paralizado. Cerró los ojos para no ver a los hombres cernirse sobre ellos y arrastrarlos de nuevo al sótano oscuro y mohoso. Pero no ocurrió nada. Tardó un poco en comprender que el estallido del cohete había eclipsado el estornudo. Les quedaban apenas un par de metros para alcanzar la puerta. ¿Estaría cerrada con llave? La posibilidad lo desanimó. Quizás Kike tuviera razón. No podrían huir. Los atraparían sin ningún esfuerzo. Uno de los hombres se sentó de lado, en el alféizar de la ventana, con una pierna colgando y la otra doblada sobre el marco. Guille le observó beber un trago de cerveza directamente de una botella transparente. El líquido bajó despacio por su garganta. Si giraba la cabeza unos centímetros, los vería, de pie, sujetos al pasamanos de la escalera, aterrados, con los ojos muy abiertos y el pulso acelerado. Un cohete en forma de espiral y vivos colores explosionó en el cielo y el hombre movió la cabeza hacia el exterior, con una sonrisa despreocupada.
—Siempre me han gustado los fuegos artificiales. Desde canijo.
—Pues a mí no —contestó el otro, con voz ronca y marcado acento extranjero, al que penas veía de refilón—. ¿Los chavales están listos?
—Tranquilo. Es pronto.
—Tienen que estar preparados antes de la una.
—Ya lo sé.
Los dos niños avanzaron en dirección a la puerta. Guille se detuvo, pegado a la pared. Esperaría el próximo cohete para intentar abrir. Kike había dejado de llorar. La tensión lo mantenía en un estado casi de catarsis. Actuaba por inercia, arrastrado por el arrojo de Guille. Tras unos segundos de espera interminable, llegó el estallido. La gran oportunidad. Guille soltó a Kike y tiró del pomo hacia un lado. La puerta se abrió suavemente.
No tenían un plan.
¿Qué iban a hacer? ¿Correr hacia la derecha o hacia la izquierda? ¿Gritar pidiendo socorro o aporrear el timbre de una casa? Todas las alternativas parecían buenas y malas al mismo tiempo. Kike lo miraba con los ojos desorbitados, esperando las instrucciones.
—Corre —susurró Guille—, corre todo lo que puedas.
Guille y Kike corrieron por el sendero de hierba bordeado de piedras y enanos de cerámica y
salieron a una calle empinada, de asfalto irregular. La cercanía de la montaña se respiraba en el aire seco y helado. En los jardines iluminados de los chalets sonaban risas ebrias, voces, varios televisores y músicas dispares que se solapaban unas a otras. Poco después, escuchó una discusión subida de tono y el rugido de un motor. El corazón se le paralizó en el primer sprint. Giró la cabeza por encima del hombro sin dejar de correr. La ranchera plateada enfilaba la cuesta a toda velocidad. Kike aceleró y lo adelantó. Era buen corredor. Le hizo señales para que se internara en el campo. Era la primera decisión que tomaba por su cuenta, y le pareció acertada. La ranchera tendría más dificultades para seguirlos campo a través. Guille corría mirando atrás. Los faros iluminaron la hierba gris y seca. Corría en zigzag, cada vez más agotado. Kike, dueño de una zancada larga y poderosa, seguía a buen ritmo.
—Vamos, Guille, vamos.
La luz de los faros se apagó y, ante Guille, se abrió la oscuridad de una llanura que parecía infinita. Intentó localizar la ranchera, pero no lo consiguió y se concentró en seguir corriendo entre jadeos y un punzante dolor en el costado. Kike le llevaba varios metros de ventaja. No podía más. Se agachó para recuperar el aliento, empapado en sudor. Al fondo, intuyó la sombra amenazadora del bosque. Se fijó como meta internarse en la arboleda. Le daba miedo el bosque, pero no tanto como el sótano húmedo, no tanto como lo que pudieran hacerles aquellos hombres.
Los faros le apuñalaron los ojos.